En el año 1963, un grupo de jóvenes de la Colonia del Manzanares decide crear un equipo de baloncesto e inscribirlo con el nombre de Agrupación Deportiva Manzanares en un campeonato organizado por Educación y Descanso, institución desaparecida hace ya mucho tiempo que tenía la ventaja de ser barata y además todos los partidos se jugaban en el Parque Sindical con lo que desaparecía el, por entonces, enorme problema de encontrar un campo.

Un año después, este grupo decide dar el salto al baloncesto federado y, de paso, crear un club que aglutinara también a otros grupos de jóvenes interesados en otros deportes, concretamente fútbol, atletismo y, con gran fuerza, rugby. Hay que buscar un nombre; es año olímpico (Tokio), así que se escoge el nombre de Club Olímpico 64.

Ya estábamos al mismo nivel que el Olympique de Marsella, el de Lyon, el Olimpiakos de Pireo, el Olimpia de Liubliana y el Olímpìco de Játiva… por lo menos en lo que al nombre se refiere. El club partió con los cuatro deportes citados. Más tarde se les unió el tenis de mesa y otras iniciativas de poco recorrido como montañismo, voley y ajedrez.

De todas estas especialidades sólo el baloncesto y el rugby sobrevivirían. En este último deporte alcanzaría el club sus mayores éxitos. Durante más de una década el Olímpico 64 militó en la División de Honor nacional de rugby. Sería en esta sección donde el club contaría con sus dos únicos internacionales absolutos: Jorge Romero y Ángel Luis Jiménez. Finalmente la sección de rugby se trasladó como club independiente a Pozuelo.

 

Volviendo al baloncesto, tres de aquellos jugadores se encargan de todo lo concerniente a la organización del equipo: Andrés Romero, Pachi Osés y, ya desde entonces, Daniel de la Serna.

El equipo tiene la colaboración del párroco de San Pío X D. Agustín Díaz, que abre puertas y consigue las primeras ayudas económicas, así como la de un antiguo atleta de élite, José Luis Albarrán, vecino del barrio y funcionario de lo que entonces se llamaba “Delegación Nacional de Educación Física y Deporte”, antecedente del actual Consejo Superior de Deportes, que se convierte en el primer Presidente del Club. Esa temporada el equipo jugaba sus partidos de casa en las inenarrables pistas de tierra batida negra del Cuartel de la Montaña (el de verdad, el que estaba en los terrenos de lo que hoy es el Templo de Debod) y entrenaba cuando podía y como podía, normalmente en las pistas de tierra de la Ciudad Universitaria.

En la temporada siguiente (1965-1966) aparece el primer equipo de cantera. Era un infantil compuesto por chavales del barrio de los que algunos tuvieron larga continuidad en el club, bien como jugadores, como entrenadores, directivos, delegados y chicos para todo. Allí empezaron Antonio de la Serna, Chus Nieto y Miguel Laurín.

A partir de ese momento, el Club empieza a multiplicar sus equipos y a estar presente en todas las categorías. En la temporada 1966-67, el primer equipo femenino del club se inscribe en un campeonato que organizaba el Diario AS. Entre otras jugadoras estaba Mª Carmen Vilar, que más tarde aportaría al club dos destacados jugadores: sus hijos Daniel y Ángel de la Serna.

El club avanzaba, pero siempre arrastraba dos problemas crónicos: dinero y campo de juego. Con el primero se iban sorteando las dificultades con la ayuda de D. Agustín y de ocasionales benefactores. El segundo era de más difícil solución. El Cuartel de la Montaña era absolutamente impracticable y se consiguió que los Escolapios, entonces en Moncloa, nos prestaran su cancha para jugar los partidos. El desarrollo del baloncesto era tal, que D. Agustín acepta la instalación de una canasta en el patio lateral de la iglesia.

A partir de ese momento, a todas horas había chavales y chavalas jugando tres contra tres desde la mañana a la noche. Ahí entrenaban los equipos por la noche y, aunque ahora parezca mentira al ver las reducidas dimensiones de ese patio, durante años el club existió gracias a ese punto de encuentro en el que, algunos días, apenas se cabía.

En el año 1970 ocurre un acontecimiento vital para la historia del club. El ayuntamiento echa una (finísima y mal hecha) capa de cemento en el parque de Comandante Fortea 25. Promete luz (que llegará años más tarde) y canastas que nunca llegaron. Teníamos campo, sin vestuarios ni canastas, pero teníamos campo.

Cuando se aproxima la fecha del primer partido las canastas siguen sin aparecer. Una gestión de José Luis Albarrán nos proporciona, a modo de préstamo y para devolver sin falta el lunes, un flamante juegos de canastas del INEF ¡con tablero de cristal y ruedas!. Nunca se devolvieron.

Los tableros de cristal no resistieron las “pedradas” de algunos que quizás ahora estén leyendo estas líneas, y fueron sustituidos por unos de plástico, que llegarían a ser famosos en todo el baloncesto madrileño porque nadie, excepto nosotros, sabía cómo había que tirar.

Además, como al lado de la cancha estaba el parque, los niños y mayores llenaban de tierra el campo de juego de forma que las posibilidades de caerse eran altas. Si llovía un poco o había rocío en invierno, hablamos ya de deporte de alto riesgo.

Ejemplo: en un partido de lo que entonces era la 3ª División Nacional contra el equipo que iba en primer lugar, Hermandades del Trabajo, dos jugadores del Olímpico se rompieron sendos brazos a causa de la pista. Al menos ganamos aquel partido.

Más adelante llegó el Polideportivo Cagigal. No sin múltiples trabas de las distintas administraciones que estuvieron a su cargo, esta instalación se convirtió en la sede del Club. El parque se siguió utilizando hasta que por fin se abandonó totalmente para convertirse en la actualidad en un campo de fútbol sala.

Esta es una breve reseña de la historia del club. Hay mucho más que contar, como las dos veces que nos convertimos temporalmente en Atlético de Madrid, los viajes de Semana Santa, los ascensos y descensos, etc. etc.

La historia sigue viva, esperemos que por muchos años. Si se ha conseguido, ha sido posible gracias a jugadores y entrenadores, pero sobre todo gracias a aquello que han utilizado su tiempo y, a veces, su dinero en actividades de gestión menos gratificantes para que otros (o ellos mismos) jugaran o entrenaran.

Es de justicia que quede constancia aquí de los nombres de esas personas aún a riesgo de que nos olvidemos de alguno: D. Agustín Díaz, José Luis Albarrán, José Luis Gilabert, Baldomero Baeza, Román Amo, Andrés Romero, Pachi Osés, Juan Gómez, Antonio de la Serna, Dulsé Diaz, Andrés Nieto, Miguel Laurín, Carmen Vilar, Teresa Mateo, Jesús Nieto, Pedro del Barrio, Eva Jiménez y ahora Santi Díaz, Marcelo Segarra, José Maria Diaz, Carlos Montero y todos los que están empeñados en que el club no desaparezca.

Mención aparte merece la figura de Daniel de la Serna. Ha estado desde el principio hasta 2004 en que se ha retirado de las funciones directivas. No hace falta emplear muchas palabras: simplemente decir que si el club no ha desaparecido se ha debido exclusivamente a que en muchos momentos de su historia él se ha empeñado en que siguiera existiendo. A él hay que agradecer, por encima de todo, el que durante cuarenta años los niños del barrio, primero, y de otros barrios, después, hayan tenido la posibilidad de iniciarse en este deporte y alcanzar la posibilidad de competir a mayor o menor nivel. Vaya para Daniel de la Serna el agradecimiento de todos.